viernes, 18 de abril de 2025

El momento más bonito de cada carrera profesional

Bien y a la Primera 

Omar Espinosa

¿Será cierto que hay que elegir la carrera profesional con el mismo cuidado para seleccionar con quién casarse? porque ambas decisiones son votos de largo aliento, promesas hechas al porvenir y juramentos que nos seguirán hasta la tumba.

Esa es la consigna que nos repiten desde jóvenes, como si la vida fuera una línea recta que se puede trazar con el pulso firme de un tatuador y no como es en realidad, un garabato dibujado a oscuras, con la pluma temblorosa de la incertidumbre.

Entonces, ¿cuál es el momento más bonito de una carrera profesional?

¿Es cuando uno entra por primera vez a un aula o a un taller, sin saber si pertenece allí, pero deseando con todo el cuerpo que sí?
¿Es cuando uno termina la tesis? (ese monstruo de palabras que al final se convierte en diploma y simple papel).
¿O es cuando uno firma el primer contrato, cobra el primer salario, escucha por primera vez que lo llaman por su título?

Los filósofos y maestros de “la teoría del desencanto” (Marx, Nietzsche y Freud) estarían tentados a responder con ironía.


Para Marx, ese “momento bonito” sería una trampa del capital: el goce de quien cree haber triunfado, sin saber que sigue atrapado en la maquinaria de la explotación.

Para Nietzsche, sería una ilusión más del rebaño: la dicha de sentirse útil dentro de una moral esclava que premia el conformismo con medallas.

Mientras que Freud solo sonreiría con tristeza para reflexionar: el momento bonito no es más que una máscara, un velo sobre el trauma, una sublimación del deseo infantil de ser reconocido.

Y sin embargo pese a todo eso seguimos buscando, porque cada profesión tiene su rito, su gloria breve, su instante de epifanía.

El médico lo siente cuando escucha por primera vez el corazón de un niño sano.

La maestra lo encuentra en la mirada de ese alumno que, por fin, comprendió una lección.

El arquitecto lo halla cuando entra a un edificio que antes solo vivía en su mente.

El periodista, cuando ve publicado su primer nota en la portada de un diario.

El panadero, cuando amanece y su pan caliente le da sentido a las primeras horas del amante a los carbohidratos.

Aquellos momentos no hacen justicia a los años de estudio, a las jornadas agotadoras, a las decepciones, pero duran lo suficiente como para creer, por unos segundos, que todo valió la pena.

Esos segundos, son lo más parecido a la trascendencia que tiene una vida laboral sin milagros.

Claro, también están las sombras, los días en que uno duda, los momentos en que todo parece una farsa; instantes en que uno se pregunta si eligió bien o simplemente fue el azar quien decidió por uno.

Y allí vuelven ellos, los filósofos del desencanto para recordar que detrás del éxito hay estructuras de poder, que la moral profesional puede esconder servidumbre y que muchos de nuestros logros son apenas disfraces del inconsciente.

Y aun así, incluso bajo esa mirada desencantada, algo permanece y es la necesidad de creer que existe un instante en el que todo cobra sentido.
Un instante breve, íntimo, invisible para los demás, donde la vocación se siente como verdad.
Aunque no dure.
Aunque no se repita.

Hay quien dice que la vocación es un mito burgués y puede ser, pero acaso ¿no merece también el ser humano (ese ser de rutinas, horarios, juntas, deudas y trámites) tener su momento bonito?

El momento más bonito de una carrera profesional no es el premio ni el reconocimiento, tampoco es el aplauso ni el ascenso, es ese preciso día en que uno hace su trabajo y siente que el mundo, por un segundo encaja y no porque todo esté bien o porque no haya injusticias, sino porque pese a todo, ese instante es auténtico. Con eso basta.


¿Y si hoy, justo hoy, fuera uno de esos días en que valió la pena todo?

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