Bien y a la Primera
Omar Espinosa
Sin duda las emociones y las creencias heredadas o implantadas desde la infancia o nuestro entorno de vida moldean la realidad más que los hechos. Todo lo que vemos es real en cuanto le damos un uso tanto físico como mental para que se involucre con nuestra cotidianidad, creando así lo que muchos definen como verdadero.
Pero, ¿qué distingue la realidad de la verdad?
La realidad es el conjunto de hechos objetivos, independientes de la percepción humana, como por ejemplo que el sol “sale” cada mañana o que un virus se propaga según leyes biológicas; el agua es un líquido, las abejas vuelan y una infinidad de ejemplos que vengan a la mente.
La verdad, en cambio, es la interpretación o narrativa que construimos sobre esos hechos y que puede o no estar influenciada por emociones, creencias y contextos. Como decía Friedrich Nietzsche en 1887, “no hay hechos, solo interpretaciones”, sugiriendo que la verdad es subjetiva y maleable, mientras la realidad permanece inalterable.
Y es que términos como fake news, bulos, deepfakes, desinformación o infodemia se han incrustado en el lenguaje cotidiano, especialmente en el ámbito de las noticias, reflejando un mundo donde la verdad lucha contra el pensamiento abstracto y la falta de comprobación de hechos.
Es entonces que la mediatización ha preferido reducir tanto concepto y nombrarlo solamente “posverdad”, un término que ha generado discusiones académicas, científicas, filosóficas, periodísticas y hasta en la sobremesa de cualquier comida dominical.
La Real Academia Española define la posverdad como la “distorsión deliberada de la realidad, manipulación de creencias y emociones con el objetivo de influir en las opiniones y decisiones de la población”. Este fenómeno mediático que explotó en 2016 con eventos como el Brexit y la primera elección de Donald Trump, no es nuevo, pues ya mencioné que Nietzsche afirmaba que no existen hechos, solo interpretaciones, sentando las bases del relativismo que hoy sustenta la posverdad.
En 1979, Jean-François Lyotard, filósofo, sociólogo y teórico literario francés fallecido en 1988, cuestionó las grandes narrativas periodísticas de su época, abriendo la puerta a verdades subjetivas que priorizan la percepción sobre la evidencia, pero hoy las “narrativas emocionales” están amplificadas por la tecnología que parece estar desplazando la verdad objetiva, esa que se obtiene de la verificación profunda de cualquier hecho.
Es aquí donde la inteligencia artificial (IA) se convierte en actor clave dentro de esta dinámica de comprobación.
Por un lado, herramientas como ChatGPT, Grok, Gemini, MetaAI o Dall-E (entre decenas de otras plataformas y aplicaciones digitales) generan videos, audios, imágenes o textos equívocos y erróneos que refuerzan creencias sesgadas, mientras que los algoritmos de redes sociales priorizan contenido emocional, polarizando a las audiencias.
Sin embargo y aunque parezca contradictorio, existen herramientas digitales de IA que combaten la desinformación, con plataformas como RAND, Incibe, PortalCheck de la Unesco o Claim Hunter de Newtral, mismas que analizan declaraciones en tiempo real para detectar bulos, optimizando la verificación periodística.
Aquí surge otro término, el “fact-checking” o verificación de datos y de hechos que, aunque más tardado, se convierte en el antídoto más antiguo contra la red enmarañada de desinformación que hay en redes sociales. Con paciencia y mucha lectura, el periodista puede deshacer esos nudos con las herramientas básicas del periodismo tradicional como la búsqueda inversa, el contraste de fuentes, poniendo en juego el sentido común, la lógica, el razonamiento y por supuesto, verificando lo verificado una y otra vez, para ser más inteligentes que la Inteligencia Artificial.
Sin embargo, el mal uso de estas tecnologías plantea riesgos éticos, como la censura o la manipulación del lenguaje humano, un peligro que Yuval Harari (historiador, filósofo y autor de los bestsellers “Sapiens: De animales a dioses”, “Homo Deus: Breve historia del mañana” y “21 lecciones para el siglo XXI”) señala como un “hackeo” de la comunicación.
En América Latina, y especialmente en México, la posverdad se ha convertido en el pan de todos los días (con todo y café de olla).
Y es que combatir la posverdad requiere un enfoque tanto ético como crítico.
Un estudio de la UNESCO en 2022 reveló que el 70% de los latinoamericanos confía en redes sociales como fuente de información, a pesar de que el 40% del contenido viral contiene desinformación. La gente cita la información que vio en TikTok, Instagram, X o Facebook, pero no sabe realmente cuál es la fuente primaria.
En México, un informe de EL PAÍS publicado en las páginas de su impreso el 8 de abril de 2025, desmintió una supuesta “epidemia de VIH” propagada en redes, demostrando cómo los bulos se viralizan rápidamente.
La Universidad Autónoma de Nuevo León reportó en 2023 que el 65% de los mexicanos habría compartido noticias falsas sin verificarlas, alimentando la posverdad. Además, durante las elecciones de 2024, se estimó un aumento del 30% en campañas de desinformación en plataformas como WhatsApp y TikTok, muchas impulsadas por bots de Inteligencia Artificial.
La Unión Europea, en 2024, clasificó ciertos usos de la IA como de “alto riesgo”, exigiendo regulaciones para mitigar sesgos. En México, iniciativas como maldita.es y Verificado trabajan con IA para identificar patrones de desinformación, pero la educación en pensamiento crítico sigue siendo clave.
La posverdad en redes sociales e Internet es como el dios Jano, que tiene dos rostros; uno que distorsiona la realidad con narrativas emocionales y otro que a la vez y también, combate la información falsa con herramientas que buscan eso que muchos llaman realidad y otros aseguran se convierte (o no) en verdad.
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